La siesta del pescador.

 

 

Estaba ahí, pescando, pero todo era como una fantasía, un sueño breve  y extraño, como otros muchos que a lo largo de la vida nos alteran. La mosca bajaba lenta sobre un cielo gris y mi vista fatigada la seguía por el espejo del agua. 

De vez en cuando los ojos se me cerraban y era entonces que veía otra realidad; la mosca había multiplicado por diez su tamaño y esquivaba con maestría los ataques de unas truchas que se desesperaban, saltaban una y otra vez con fuerza sobre la lámina de agua, pero cuando boqueaban la mosca ya no estaba.
En el horizonte, río arriba, un pescador batallaba con una rama de una salguera, que al parecer se había apropiaba de su mosca, la retorcía y renegaba, también un águila por los cielos hacía acrobacias de vuelo y nunca se cansaba. Río abajo, unos patos salvajes se deslizaban en perfecta formación mientras las ondulaciones del agua continuamente los pasaban.
El valle al fondo ocupaba todo un cuadro, pintado sin orden, mezclando montañas y árboles, nubes y prados. Las montañas se coronaban de blanco, de verde los prados, los árboles con sus hojas y las nubes nublaban todo el recuadro. De repente yo era el pescador que se enfadaba, el pato mayor y el águila que todo lo sobrevolaba. Poderes extraños que manejaba a mi antojo y gana me hacían correr por el prado, subir a la montaña y deslizarme por el agua.

 

Cuando la trucha cogió la mosca todo desapareció, de repente ya solo había agua y un pez que se desesperaba por soltarse del engaño, todo, poco a poco, se fue normalizando y vi como la fuerza de la trucha doblaba la caña.

 

Ahí estaba, en el sofá, soñando que pescaba.